EL MONÓLOGO DE CARLOS ALSINA
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'La transición, esa etapa de nuestra historia a la que alude el Rey en su muy comentada carta de hoy sobre las disensiones y las quimeras, ocurrió hace ya muchos años. Tantos años que algunas de las figuras más relevantes de la política (y la sociedad) de entonces han ido envejeciendo y alcanzando (discretamente) el final de sus vidas.
Que habían sido vidas que comenzaron muchos años antes, en los años veinte, en los treinta, y que pasaron, por tanto, por etapas tan duras (por tensas, por violentas, por intolerantes, por paupérrimas) como el final de la República, la guerra civil, la postguerra con todo su desgarro y su miseria, y la dictadura que intentó perpetuar la España dividida en dos bandos, los buenos y los malos, los vencedores y los derrotados.
Sólo teniendo presente de dónde venían estas personas tan diversas y qué era aquello que, por encima de todo, deseaban evitar, puede entenderse que alcanzaran aquel común denominador (que les importó más que fuera común, aun imperfecto) que se llamó la transición.
Santiago Carrillo, fallecido esta tarde en Madrid, tenía 21 años cuando empezó la guerra civil, los mismos que Torcuato Fernández Miranda, siete más que Manuel Fraga. Como todos los políticos de raza, amaba el poder. Aunque, en su caso, el poder que disfrutó, que llegó a ser mucho, quedara constreñido al partido que dirigió con mano de hierro durante veinte años, el PCE, o en expresión de sus militantes, el partido.
En la España de la dictadura franquista decir “el partido” era decir “el PCE”, simpatizar con él era razón suficiente para ser sospechoso de incivismo y rojerío, poder volver a votarle alguna vez era la aspiración de cientos de miles de personas, no todas las cuales lo hicieron cuando la oportunidad, por fin, se abrió camino.
Carrillo empezó bebiendo los vientos por Moscú y acabó impulsando aquello que se llamó el eurocomunismo, una especie de comunismo atemperado y emancipado de la jerarquía soviética que en España aspiró a ser, una vez legalizado, el principal partido político del país (el contrapeso a aquella criatura prefabricada y endeble que resultó ser la Unión de Centro Democrático), pero al que le acabó comiendo la merienda el Partido Socialista renovado de un tal Felipe González.
El mejor momento político (en notoriedad, en reconocimiento) de este dirigente carismático hoy fallecido se produjo en aquellos años de transición, cuando el regreso a casa de las figuras icónicas del comunismo hispano (Dolores Ibárruri, Alberti, el propio Carrillo), al cabo de tantas décadas de clandestinidad y exilio, le dio a este partido la relevancia histórica que luego le fueron recortando implacablemente las urnas.
El ejercicio de realismo, o de pragmatismo, que hizo Carrillo (como hizo, desde otras posiciones, Fraga, y como antes que ellos había hecho Suárez guiado por Fernández Miranda) ha quedado como el episodio más celebrado, el de mayor recorrido, de toda su controvertida biografía.
(...) La figura de Santiago Carrillo está siendo recordada, desde el momento en que se conoció esta tarde su muerte, en el Congreso de los Diputados, donde tantas horas echó y tantos cigarros se fumó. En nombre de los parlamentarios españoles ha hablado de Carrillo.'