Maradona
Maradona ha muerto. Voy a regodearme en el territorio de mi memoria, de mi infancia y mi recuerdo. Allí, Maradona es un héroe griego, cuyo físico natural era un portento para tocar, pasar y marcar con el pie y con la mano. El héroe, el ganador del mejor Mundial que se haya visto, en México 1986.
El caído en desgracia y vuelto a la primera línea a guerrear con los suyos hasta la extenuación en Estados Unidos 1994. Ninguna adversidad deportiva pudo con El Pelusa, el mejor futbolista de la historia. Así de rotundo. Por eso, alcanzo a ver al argentino como un auténtico modelo de liderazgo en calzón corto.
La tarea del líder es ejecutar con éxito los proyectos que emprende, rodeado de un equipo y con cierta sostenibilidad en el tiempo. A lo largo de su carrera, el 10 siempre llevó a su equipo a las cotas más altas, finales y títulos. En un deporte colectivo, la capacidad de hacer mejor a tus compañeros define tus posibilidades de éxito.
Cuando uno revisa el once titular de aquella Argentina o los ocho años que pasó en Nápoles, comprende que Maradona era el alma y la fuerza de sus equipos. Su liderazgo se basaba en la técnica, la habilidad y el manejo del balón.
Ser excelente es una tarea fundamental, este tipo de liderazgo que somete a los rivales y le convierte en figura irreemplazable. Cuentan que el 10 solía calentar solo antes del partido para que los rivales entendieran que era el mejor y que sería imposible pararle. El respeto que infundía en los rivales llegaba a trastornar las estrategias en el campo. Le cubrían dos, tres o cuatro jugadores con tal de que fueran sus peores diez jugadores frente a ocho o nueve de los nuestros.
Ser decisivo te califica para líder
El liderazgo de Maradona se observa en los partidos mundialistas, donde se juega todo a un partido y las emociones traicionan a los menos audaces. Ser decisivo te califica para líder. En el césped, imponía el control de los tiempos y los escenarios. No se dejaba intimidar. En las semifinales de Italia 1990, Argentina se enfrentó a Italia en su querida Nápoles. La grada dividió su amor entre los colores azzuri y el ídolo local que llevó al Napoli a conquistar sendos scudettos en 1987 y 1990.
En aquel partido mundialista, exhausto y medio cojo, lanzó uno de los penaltis decisivos para apear a Italia y pasar a la final.
Quien asume la responsabilidad y resuelve con templanza en un escenario de alto voltaje emocional es quien puede reclamar el trono de rey del fútbol moderno. Las crónicas periodísticas de la época narran que la ciudad lloró al acabar el encuentro, pero no sabemos si por tristeza o por alegría.
La tercera cualidad que señala el liderazgo es el carisma, la conexión con la gente corriente. Basta con ver las manifestaciones de dolor ante su fallecimiento, aunque yo prefiero recordar su despedida en 1997 en su último partido con Boca Juniors.
El futbolista hizo feliz a muchas generaciones de argentinos y napolitanos por su enorme generosidad en la cancha y en las iniciativas sociales. Él venía de los suburbios y de la clase trabajadora, por eso, prefirió Nápoles a los millones del Milán AC que Berlusconi ya presidía. Por eso, Diego es un personaje que traspasa las fronteras deportivas para liderar causas políticas, abrazar la revolución cubana, tatuarse los rostros de Fidel Castro y El Che Guevara, protagonizar un documental dirigido por Emir Kusturica, contar con multitud de canciones o inspirar la nueva producción de Paolo Sorrentino. Es el Muhammad Ali de mi generación.
El héroe no deja sucesor. Ni Zidane. Ni Messi. No puede hacerlo, porque su estilo de liderazgo no admite seguimiento. Se apaga una estrella. Empieza la leyenda.
Este artículo se ha publicado originalmente en The Conversation