Ataja este trastorno
La ansiedad y su relación con la alimentación pueden dar lugar a una peligrosa combinación que puede acarrear graves problemas para tu salud. Si tienes estos síntomas, es el momento de parar y cambiar tu forma de comer.
Es una de las enfermedades más frecuentes en nuestra sociedad actual. Se trata de una tensión generalizada que vive la persona, aunque parezca que no haya nada provocándolo y que lleva a preocupación, nerviosismo, pensamientos obsesivos... Si llega a un estadio de gravedad, puede comenzar a influir sobre los hábitos y comportamientos como, por ejemplo, la alimentación. Aquí es cuando se convierte en un trastorno grave. Podemos confundirla con estrés, pero hay síntomas inequívocos que nos indican que se trata de ansiedad.
Cada vez que te sientes triste o deprimido, recurres a la comida. Un signo delator. La preocupación excesiva te lleva a sentirte frustrado, deprimido o, directamente, triste. En ese momento, acudes a la cocina y comes, normalmente algo rápido y poco saludable para calmar esa desazón que sientes en tu interior. Es la ansiedad, no el apetito, la que te lleva hasta allí.
Comes rápidamente, hasta el punto de atragantarte. Una persona ansiosa no disfruta de la comida, paladeándola despacio para disfrutarla. No, lo habitual es que se ingieran alimentos atropelladamente, porque el cerebro no es capaz de aminorar esa sensación de preocupación o estrés y eso se refleja en la forma de engullir. Hay casos en los que esto puede provocar una situación peligrosa, con el atragantamiento como riesgo número uno.
Comes en exceso hasta estar excesivamente lleno. La suma de los factores anteriores lleva a una persona ansiosa a comer demasiado. Por ejemplo, en el caso de una bolsa grande de patatas fritas, es posible que una persona con este trastorno no frene hasta no verla vacía. También se manifiesta en la forma de comer, desordenada, en restaurantes. Esto lleva a empachos o atracones que, en muchos casos, provocan un malestar general.
Te sientes culpable después de comer. Si antes hablábamos de malestar, hay que aclarar que este no es solo físico, sino también psicológico. La persona con ansiedad ha recurrido a la comida para calmar un estado de ánimo agitado y la sensación tras haber acabado es de que está peor que antes. Aparecen además preocupaciones ligadas al aumento de peso, la mala alimentación, etc.
No haces más que picar entre horas. Cuando uno sufre este trastorno tiende a buscar vías de escape. Por eso, y más si pasa mucho tiempo en casa, la cocina se convierte en el refugio idóneo. Se busca cualquier excusa para picar entre horas y se multiplican los momentos de ingesta a lo largo del día. Podríamos decir que la persona ansiosa acaba picando a todas horas, alterando cualquier posibilidad de llevar una alimentación sana.
Te vuelves obsesivo con la comida. La ansiedad genera pensamientos obsesivos en la persona: no es solo que la idea de comer se instale en la mente, sino que llegan otras asociadas... Por ejemplo, se comienzan a pensar en las próximas comidas o, en base a sentimientos de culpa por lo que se acaba de ingerir, se planean futuras comidas más saludables. El resultado final es que el acto de comer nunca abandona nuestra cabeza y comienza a ser, junto a preocupaciones u obsesiones varias, uno de los ejes en torno a los que gira nuestra vida.
Te levantas por la noche. La ansiedad impide que el enfermo descanse todas las horas que sería necesario. En mitad de la noche vuelven a aparecer esos problemas o preocupaciones, reales o no, afectando al sueño. En ese caso, si el refugio es la comida, llegan las visitas nocturnas al frigorífico, en busca de algo que came esa desazón. Los atracones nocturnos acaban pasando factura a la salud, ya que, durante la noche, nuestro cuerpo no es capaz de quemar las calorías que estamos metiéndole.
¿Qué solución hay? Una vez que nos demos cuenta de que nos encontramos en esta situación, hay que tomar conciencia del problema, escuchar a nuestro cuerpo (y ver si realmente tenemos hambre), relajarse, respirar profundamente antes de recurrir a la nevera, evitar los alimentos excitantes como el café o los depresores como el alcohol, o, en última instancia, consultar con el especialista.