Ojo, que igual la estás liando
En verano, hay comidas que prefieres comer frías y, a veces, la metes recién hecha en la nevera para que enfríe lo más rápido posible. ¿Haces bien? Pues va a ser que no...
Servidor de ustedes procura no meter la comida caliente en la nevera. Nunca. Never. Al principio, pensaba que era algo parecido a una manía, pero lo cierto es que, consejos de abuelas y madres al margen, sí que hay motivos de peso para que, antes de meterlo en la nevera, dejemos que ese marmitako de bonito del norte que nos hemos currado se enfríe. Aquí va:
Obligamos a la nevera a trabajar el doble. La misión de nuestro frigorífico es mantener la temperatura baja para que los alimentos alojados en su interior se mantengan fríos. Cuando introducimos algún plato calentorro en nuestra sufrida nevera, la obligamos a gastar más energía para equilibrar la temperatura. Al final, es capaz de lograr que todo siga frío, pero nuestro electrodoméstico sufre y se acorta su vida útil.
Calienta lo que tiene al lado. Esto es especialmente peligroso si, además, tenemos la nevera petada y los alimentos se tocan unos a otros. El plato o táper caliente que ponemos puede hacer subir la temperatura del que tiene al lado y, por tanto, crece el riesgo de que crezcan las bacterias en la comida refrigerada. Cuanto más antiguo sea nuestro electrodoméstico, mayor es el peligro.
La comida se enfría de manera desigual. Si ponemos un recipiente de comida aún caliente en el frigorífico, será más complicado que la temperatura disminuya de manera uniforme. Esto puede llevar también a que se formen bacterias, ya que, mientras una parte se enfría, la otra lo hace más lentamente. Una vez más, una práctica de riesgo.
Si no está tapado, el olor puede "invadir" el resto de la comida. Imaginemos que metemos un guiso caliente en la nevera y encima si tapar adecuadamente con papel albal o con film. Sus aromas pueden convertirse en el auténtico "ambientador" de la cocina y acabar llevando a que ese queso fresco que tenemos coja un curioso sabor a lentejas.
Puede provocar condensación y aguarse. Una comida caliente puede generar vapor por el cambio de temperatura. Al final, el vapor se transforma en agua, con lo que el alimento en cuestión puede aguarse. Aunque esto no sea problema si se trata de una sopa, imagínate lo que puede ocurrir si se trata, por ejemplo, de pechugas de pollo a la plancha o unas empanadillas.