ALGUNOS SON AUTÉNTICOS CLÁSICOS HOY EN DÍA
Hay algunas cosas que lo petaban en los años 70 y que han mantenido su glamour pese al paso del tiempo. El amor libre o los papeles pintados representan, entre otros, la resistencia, el símbolo para muchos de que cualquier tiempo pasado sí fue mejor que esta controvertida era del Tinder, del veganismo y de Lady Gaga. Este jueves, retrocederemos en el tiempo y recordaremos estas y otras muchas curiosidades en el programa Dónde estabas entonces de La sexta.
En materia gastronómica, hay algunos platos que no han logrado conservar en nuestra memoria colectiva ese glamour que tuvieron en su día, en aquellos años locos. A esos platos, algunos tan terroríficos como entrañables, que decoraron las mesas de nuestros padres y abuelos, queremos dedicar este post nostálgico e inevitablemente almibarado que nos recuerda cómo han cambiado nuestras mesas, nuestra cultura culinaria y, qué demonios, cómo hemos cambiado nosotros en apenas 40 años.
Cortes de helado
En la era de los helados taiyaki, los kakigori, los de gambas a la plancha, cannabis y otras rarezas frías, ¿cómo no echar de menos aquella época en que la vida era sencilla y solo podías elegir entre un corte de fresa y nata y uno de vainilla y chocolate? Una época en que solo había dos opciones y eso nos hacía sentir seguros, en la que uno era inevitablemente de un corte de helado del mismo modo que lo era de los Beatles o los Rollings o de un equipo de fútbol. Y es que, ¿alguien se imagina a un fan del fresa-nata pidiendo un vainilla-chocolate? Eso era propio de excéntricos como aquel cuñado barbudo o esa tía minifaldera. El resto, fiel hasta el fin a su helado preferido.
Pijama
Un postre a base de flan, helado, fruta en almíbar y nata que se podía encontrar en todos los restaurantes. Aquella amalgama nacida en el restaurante barcelonés Set Portes, que versionó el Pêche Melba (melocotón cocido, frambuesa y helado de vainilla) que tanto gustaba a los marines de la Sexta Flota estadounidense que atracaba en Barcelona. Pijama debe el nombre a la manera como pronunciaban los americanos Pêche Melba. Si quieres rememorar viejos tiempos y probar el pijama original que tanto triunfó después, debes ir a Set Portes, donde aún lo sirven.
Melocotón en almíbar
Cuántas comidas y cuántas cenas acababan con esa lata grande de la que se sacaban unos pedazo de melocotones (bueno, medio melocotones) chorreantes de almíbar. Refrescantes, dulces... Se comían con cuchillo, tenedor... y cuchara, porque había quien no perdonaba ni una gota de aquel líquido. Pero desapareció del mapa en cuanto la fruta fresca exhibió su poderío natural. Aun así, se sigue encontrando en los supermercados. Y mira que llegó a ser popular: Miguel Mihura escribió una obra de teatro titulada 'Melocotón en almíbar' que se estrenó en Madrid en 1958. Los muy pros hacían el temible régimen del melocotón –un sacrilegio que pondría los pelos de punta a cualquier nutricionista con sentido común– antes de que apareciesen Dukan y su panda con su guerra al carbohidrato.
Huevos rellenos
Pese a que no somos muy fans de aturdir a los lectores con batallitas personales, esta anécdota familiar sesentera sobre unos huevos rellenos viene tan a cuento que bien vale que nos pongamos egocéntricos. Una vecina de la familia poco amante de abrir el monedero preparó una bandeja de huevos rellenos para llevar a la playa –y obviamente montar el chiringuito in situ y comer en familia junto al mar–. No se acabaron, sobraron dieciséis. Cundió el pánico, pues el miedo a la salmonelosis no permitía llevárselos de nuevo a casa. La señora se zampó uno a uno los dieciséis, sin que le temblase el pulso, con unas consecuencias terribles que implicaron hospitalización y una mini-tragedia familiar que, por suerte, acabó en risas tras el susto. Eran los sesenta, mucho antes de aquel 'España va bien' del despilfarro. No se tiraba nada, y mucho menos el entrantazo de la época, aquella era en que los huevos todavía tenían colesterol.
Gelatinas
Hubo un día en que todos los platos tenían el mismo aspecto, brillante y ligeramente viscoso, gracias al uso indiscriminado de gelatinas. Las señoras de la época –en los sesenta no existe constancia de que ningún hombre hubiese pisado jamás una cocina– echaban gelatina a diestro y siniestro a platos que podían ser desde un pollo al horno a una ensalada o un flan de huevo. Mejoraba su aspecto, aseguraban, y las mesas resplandecían.
Sándwiches de todo
Antes de que el melón con jamón se convirtiese en el entrante por antonomasia, los encargados de abrir el apetito eran aquellos sándwiches rocambolescos a base de cuarenta pisos de pan de molde con ingredientes surrealistas combinados sin ningún tipo de sentido, que solían incluir salsas muy contundentes, aceitunas –como decoración, claro, algo también muy sesentero– carne o verduras crudas y cocinadas, qué más dará eso. Puro horror vacui gastronómico que dejaba al personal más que saciado antes siquiera de haber olfateado el cochinillo.
Queso con membrillo
Este postre o prepostre de gran fama en los sesenta era versatilidad pura: se lo podían zampar justo antes del corte de helado de rigor, para desayunar o merendar o también después del postre. La cosa era plantar en medio de la mesa el queso y el membrillo y que cada cual se sirviese a su antojo. Maldita sea, ¿por qué se habrá perdido esta costumbre tan maravillosa?
Pan con vino y azúcar
Hubo un día no tan lejano en que los niños merendaban pan con vino y azúcar en muchos hogares españoles, un manjar que podía ser también el desayuno de muchas familias, o ese tentempié tonto a media mañana que hoy en día son barritas de cereales o galletitas saladas. No es lo más ortodoxo, ni tampoco lo más recomendable, nadie con la cabeza encima de los hombros lo recomendaría, pero, al igual que el pan con aceite y Cola Cao, nos arranca irremediablemente una sonrisa.