SE HA CONVERTIDO EN UN HOMBRE DE CONFIANZA DE RAJOY
Catalá, tras un mandato
exprés de dos años (uno de ellos en funciones), tendrá una nueva oportunidad de
desarrollar su hoja de ruta, toda vez que él siempre lamentó no disponer de más
tiempo para hacer reformas de calado para transformar la Justicia.
Su nombramiento el 24 de
septiembre de 2014 tras la dimisión de Gallardón cogió a muchos por sorpresa.
Fue una apuesta de Mariano Rajoy, con quien trabajó en la época en la que el
actual presidente del Gobierno ocupó las carteras de Administraciones Públicas
y Educación.
Catalá pasó rápidamente
a formar parte del núcleo duro del presidente, convertido en uno de sus hombres
de confianza en el Ejecutivo, y fue adquiriendo peso político. Ahora, Rajoy le
reconoce manteniéndole al frente de Justicia con la ardua tarea de generar
consensos en una legislatura que estará marcada por la negociación.
Su sintonía con el
presidente siempre ha sido pública y notoria, todo lo contrario de lo que
sucedió entre Rajoy y Gallardón, cuya relación fue enfriándose conforme
avanzaba la legislatura, hasta que el presidente le desautorizó cuando anunció
la retirada de la reforma de la Ley del Aborto.
De esta forma, el nuevo
ministro heredaba una de las sillas calientes del Ejecutivo por tres razones
fundamentales: por la ruptura de relaciones entre la judicatura y su antecesor
en el cargo, por el vasto número de reformas legislativas a medio terminar y
por el desafío independentista catalán.
Lo primero fue lo más
fácil de encauzar, puesto que desde el primer día Catalá trató de recuperar y
mantener un diálogo con todos los sectores de la Justicia, algo que la mayor
parte de los implicados reconoce, si bien sus propuestas no fueron siempre
atendidas. "Al menos nos recibe y nos escucha", fue una de las frases
más oídas en la judicatura.
Impulsó catorce reformas
en el Parlamento, muchas de ellas descafeinadas en comparación con la
envergadura de los proyectos de Gallardón, porque ni disponía del tiempo para
emprender reformas de calado ni compartía la misma visión de la Justicia que su
antecesor. Nada de normas nuevas, solo reformas parciales.
Como símbolo de los
nuevos tiempos, lo primero que hizo fue suprimir las tasas que había impuesto
Gallardón para las personas físicas, dando respuesta a un clamor en la
judicatura. También modificó la reforma del aborto hasta dejarla casi en un
"monoartículo", el referido a la prohibición de que las menores de 18
años puedan abortar sin consentimiento paterno; dio carpetazo al nuevo Registro
Civil y cambió la cara a los proyectos estrella del exministro.
En concreto, suavizó la
reforma del Código Penal pese a incluir la polémica prisión permanente
revisable -una medida que la oposición pretende tumbar de inmediato, puesto que
la aritmética parlamentaria lo permite- y descartó en su mayoría el texto de la
Ley de Enjuiciamiento Criminal. Pero fue aquí donde luego le llovieron todas
las críticas.
La norma cambió el
nombre de imputado por investigado, pero sobre todo redujo los plazos de
instrucción penal con una división de causas en sencillas y complejas, que puso
en pie de guerra a la Fiscalía, ya que le forzaba a revisar 346.000
procedimientos penales en seis meses. Al final se consiguió, pero el precio que
se pagó fue muy alto pues se calificaron causas de forma genérica, sin
mirarlas.
El mismo escenario que
con la digitalización de Justicia, un proyecto tan necesario como precipitado,
puesto que se fijó el 1 de enero de 2016 para su entrada en vigor, pese a que
todas las asociaciones y la Fiscalía exigieron suspender su implantación.
Catalá admitió los problemas pero jamás contempló una moratoria.
Hoy avanza, convertido
en una carrera de obstáculos. Al margen de leyes, a Catalá le tocó bailar con
los constantes desafíos de los independentistas catalanes y sus
correspondientes impugnaciones ante el Tribunal Constitucional. Su defensa de
la Ley fue tan inquebrantable como el plan marcado por los soberanistas.