Coronavirus
Se acaba el año del coronavirus. Del miedo, la impotencia y la tristeza. Es el año en el que fremanos en seco, en el que el semáforo se nos puso en rojo a todos a la vez y nos apagó la luz.
Un virus que al principio sonaba a chino vaciaba las calles dejando imágenes para la historia mientras llenaba los hospitales.
Los sanitarios dedicaron miles de horas a intentar salvar la vida de miles que se esfumaban, sin mucha más compañía que una tablet.
El Palacio de Hielo de Madrid se convirtió en morgue y la desesperación llegó a muchos de los familiares.
2020 ha sido el año de pérdidas y de distancia. Solo hemos podido usar los brazos para aplaudir a las 20:00 horas a los que se dejaban la piel cada día para que las cosas no fueran a peor.
Eran la esperanza de una vida entre interiores, cierres perimetrales, de un año de comercios cerrados y de largas colas del hambre.
También el año de la mascarilla, pero cuando está a punto de terminar, parece que nos da un hilo de esperanza con las primeras vacunas. Ojalá no sea un espejismo, sino el primer paso hacia una vida mejor.