Ola de calor
En verano, cuando cae la noche y las temperaturas dan algo de tregua, los vecinos de los pueblos de España tienen una rutina: sacar la silla a la puerta de la calle y salir a tomar el fresco. Una costumbre propia de una generación que se resiste a que se pierda.
Empieza a anochecer y bajan las temperaturas. En los pueblos, es el mejor momento para salir a la calle, sacar una silla de plástico o de madera, y sentarse en corro con los vecinos que viven cerca.
Es lo que se conoce como "tomar el fresco", y es lo que hacen cada noche Pili, Antonio y Victoria, en un pequeño trozo de acera de una calle de Belinchón, este pueblo de Cuenca de apenas 400 habitantes.
"Es que dentro hace más calory aquí se está más fresco", cuenta Pili. Sobre todo cuando se levanta el aire, entonces sí que "refresca de verdad". Por eso nunca hay que olvidarse la rebequilla en casa. Los tres conversan y ven la vida, los vecinos, y los gatos pasar.
Nada perturba su tranquilidad, salvo un tractor que en ese momento asoma por la calle. Entonces, sin más remedio, levantan su silla del suelo y se mueven con ella hacía atrás para dejarle paso. "¡Arrimaos a las portás!", advierte Antonio. "La calle es de todo el mundo, pero hay que apartarse", bromea Victoria.
"En los corrillos nos enteramos de todo"
"A las doce ya nos metemos para dentro", explica Pili. Pero, hasta que llega ese momento, ¿de qué hablan? "Del calor que hace, del día… Pasan por aquí y se paran con nosotros a hablar algo", explica Victoria.
Una calle más abajo, otro grupo de vecinas se reúnen en la puerta de casa. "Hablamos de cuando éramos jóvenes, de cuando íbamos al campo…", relata Bienve. Pero estas reuniones también son una fuente de información de lo que ocurre en el pueblo. "En los corrillos nos enteramos de todo", bromea María.
Tomar el fresco, o "sanochar", como dicen en algunas zonas de La Mancha, es una tradición muy propia de los pueblos, y también de esta generación. "Los jóvenes están más metidos en sus casas que nosotras, que enseguida salimos a la puerta", cuenta María. "Claro que se pierden las costumbres, porque muchas cosas ya no las hay", lamenta con tristeza.
Aunque hay tradiciones, como esta, que tampoco cuesta tanto seguir manteniendo. Tan solo hace falta un pueblo, una silla, unos vecinos, y ganas de hablar con ellos y disfrutar del fresco.