Inflación subyacente
Los mayores costes, la dependencia exterior de España y los nuevos impuestos explican por qué la cesta de la compra subió tanto en enero. La inflación subyacente hace prever que la situación se enquistará.
Enero marcó un peligroso hito que no solo no han visto dos generaciones de economistas, sino con el que las familias más jóvenes o las empresas más recientes ni siquiera han convivido. El Instituto Nacional de Estadística certificó esta semana que la inflación subyacente creció el 7,5%, siendo el segundo mes que sobrepasa al índice general de precios (IPC) con holgura. Ese dato fue del 5,9%.
Más allá de las estadísticas, los españoles topan cada día con una realidad que atienden, en su mayoría, pensando en el día a día. El creciente uso (+18%) de las tarjetas revolving –las que tienen los intereses más caros— y la retirada en noviembre de 5.000 millones de cuentas y depósitos (donde tradicionalmente se fondean los ahorros), que no han capturado otros productos bancarios o de inversión, advierten de que la inflación ya se come los ahorros e impulsa el sobreendeudamiento.
Los manuales económicos coinciden en que la opción más acertada para que las finanzas personales y las empresariales sobrevivan a situaciones de precios descontrolados es solo una: gastar menos, consumir con el freno de mano puesto. Esa tendencia ya empieza a despuntar en las estadísticas: el consumo entre noviembre y diciembre cayó el -0,8%, según la misma fuente.
El problema en España tiene mayor profundidad que en otros países comparables. Probablemente los consumidores quieran gastar menos, pero sencillamente no pueden porque el dinero se les va en lo esencial. Y es que el ticket del supermercado subió en enero otro 15%. Diciembre firmó magnitudes muy similares.
Sin descartar que haya distribuidores que estén aplicando márgenes usureros, el disparatado encarecimiento de la cesta de la compra ya tiene tres explicaciones al margen del discurso político por el que se sienta afinidad:
1.La industria alimentaria ha trasladado de golpe al cliente el incremento de costes del año pasado. La comparativa de las cuentas trimestrales de las principales compañías del sector deja en evidencia que aguantaron todo lo que pudieron antes de transferir, por ejemplo, sus mayores gastos energéticos o de materias primas. En diciembre, los márgenes de esas empresas cedieron y, como consecuencia, subieron sin miramientos el precio de sus productos. Las empresas con algo más de músculo empezaron a ceder en enero.
2.Las malas cosechas son la segunda pata sobre la que se apoya una cesta de la compra tan cara como la de enero y diciembre. Los almacenes están bajo mínimos y España depende de las importaciones. La situación se sigue complicando porque los productos que escasean provienen de países exteriores a la Europa de los 27, expuestos a aranceles y otros elementos de presión. El campo español flaqueó hasta con el vino: la vendimia fue bastante peor de lo previsto.
3.La entrada en vigor del nuevo impuesto a plásticos es la tercera causa. Una parte sustancial de los alimentos procesados recurre al plástico de un solo uso. La expectativa de cuánto se encarecerá toda la cadena de valor y no los importes concretos están afectando a los precios de estos productos. La línea de alimentos elaborados se encareció un 20 por ciento y son las referencias que más empeoraron la inflación subyacente de enero.
Estos tres elementos –mayores costes, dependencia exterior e impuestos— no son una anécdota y combinados explican una cesta de la compra más cara, más escasa y de menor calidad. Y con los datos que se conocen, la probabilidad de que la herida siga abierta durante meses es elevada.
La probabilidad de que la herida siga abierta durante meses es elevada
Y es que la inflación, cuando se pone en marcha, es un fenómeno difícil de frenar sin traumas. Estamos ante un proceso que tarda en gestarse –que es lo que ha ocurrido en la última década, con tasas insanamente bajas y hasta negativas—, pero que cuando se activa, particularmente con la virulencia de 2022, condiciona durante años las economías afectadas.
La mayor o menor intensidad de esa persistencia siempre la delata la inflación subyacente. Y la de enero, en ese sentido, no llama al optimismo.
Aunque su construcción estadística se basa en suprimir los alimentos frescos y la energía del índice general de precios, en el fondo, el sentido económico del IPC subyacente es similar al de una alarma que marca el peligro sobre cuánto durará la crisis de precios. Es una medición que siempre va retrasada respecto a la inflación general.
Y es que los productos volátiles –incluidos en el IPC general— son los primeros en reaccionar a la causa que explica sin excepción los procesos de inflación del último siglo: el exceso de dinero. Es lo que los economistas llaman “incremento sin control de la masa monetaria”. Los frescos, la energía y, en general, las materias primas captan en primera vuelta el exceso de demanda que auspicia la riqueza o la sensación de riqueza.
Para la zona del euro, en particular en España, Italia, Portugal y Grecia, es más apropiado hablar de ilusión que de riqueza real. El dinero ha campado a sus anchas durante 12 años gracias al Banco Central Europeo, que ha estimulado que familias, empresas y gobiernos se endeuden prácticamente gratis. Es más, Alemania, por ejemplo, cobraba por dejar que le prestaran dinero.
El dinero es una mercancía que cuesta producir, custodiar y distribuir
Las dinámicas del dinero se explican mejor si imaginamos los billetes de 100 euros como manzanas. En el mercado cobran por cada kilo que venden. Y es que producir manzanas tiene unos costes. Si durante años, los tenderos hubieran regalado sin freno kilos y kilos de fruta, todo el mundo se habría preguntado qué está pasando. El dinero es otra mercancía que cuesta, a su vez, dinero producirla, custodiarla y distribuirla.
Por tanto, hay que comprarlo –pidiendo un préstamo— o ganarlo –a cambio de nuestra productividad, otrora conocida como “trabajo”—.
Ese principio es el que han roto los bancos centrales (también el estadounidense) para salir de la crisis financiera de 2010 y para evitar el colapso de las economías en 2020 por la pandemia de coronavirus. La ley de Murphy, sin embargo, se documentó con cierta base. Y aquí, el principio por el que si algo puede empeorar lo hará, también se cumple.
La escasez de suministros por el parón pandémico, que redujo la oferta, y la invasión rusa de Ucrania se unieron a los problemas previos del mercado energético y de los bancos centrales. Ahora, con las subidas de tipos de interés más salvajes en décadas, el BCE pretende lo contrario: retraer dinero de la circulación para que se deje de consumir y, por último, los precios echen el freno. La eficiencia de las medidas y la dureza de éstas se mide a través de la inflación subyacente.
Nos dice hasta qué punto se pueden enquistar los precios altos si se escoran hacia rangos altos. Es decir, por encima del 5%. Dado que el desfase temporal entre el IPC y el subyacente es de medio año, los datos que publicó el INE esta semana sobre enero lo primero que delatan es que, en España, los precios seguirán subiendo a ritmos intensos hasta el verano, como mínimo.
Estas expectativas, que se repiten en otras economías de la zona del euro, forzarían nuevas subidas de tipos de interés. Más allá de las anunciadas. De acuerdo con finanzas.com, el euríbor alcanzará el 4% en mayo, en vez de en diciembre de 2023, como se proyectó con los datos de cierre de 2022.
La subida del salario mínimo, de las pensiones y de las nóminas en grandes empresas (Inditex, Telefónica, Caixabank y Bankinter, entre otras, confirmaron mejoras) sostendrán el consumo durante 2023; por tanto, los precios. Así que economistas, como el profesor Javier Santacruz, vaticinan unos IPC por encima del 2 por ciento hasta 2025. “Sin duda, estamos ya ante una inflación de segunda vuelta”, explica.