AS Roma 0-2 Real Madrid
Por @MarioCortegana
Por muy relativo que sea el tiempo, no pasa una temporada sin que se haga interminable el periodo entre el último partido de la fase de grupos de la Champions y el de la ida de octavos. De acuerdo con una web que calcula estas cosas, han pasado 71 días, 1.704 horas, 102.240 minutos, 6.134.400 segundos entre uno y otro. Así que el duelo se esperaba con ansia, como la extra de Navidad, el cocido del sábado y la paella del domingo, o un capítulo nuevo de Los Simpson. Todo, con el añadido de aroma a cita a ciegas que siempre desprende la Champions: cada partido tiene mucho de primera vez. Sobre todo en el caso de Zidane, que volvía de traje a la competición que le dio todo de corto. Y sí, nada ha cambiado: la Champions sigue siendo igual de difícil, huidiza e indescifrable. Por eso gusta tanto, porque lo que genera sí que es amor y no lo que se celebró hace tres días.
La primera parte fue más de físico que de calidad, puro 'calcio', casi un derbi italiano. La ñapa era de brocha gorda, sin contexto para el pincel fino. Sólo Cristiano y Marcelo consiguieron firmar una floritura, un combo de fútbol playa: en el 34', el delantero levantó la bola para que el defensa, desde la frontal, chutase con un giro acrobático que sirvió de aviso. Respondió en el 45' el bando contrario, que obligó a Varane a recuperar su superioridad para quitarle en el último suspiro el gol a El Shaarawy, jugador de buenos recursos y nombre más difícil de escribir que de pronunciar.
Dicen que quien tuvo, retuvo, así que el propio delantero fue el que gozó de la siguiente gran oportunidad, ya en el 55', colándose por la espalda de Carvajal con un control orientado de escuela que no supo hacer efectivo en el cara a cara con Keylor. Fue poco después, en el 58', cuando llegó el 0-1 al marcador. Y hubo abracitos y besitos. Porque apareció el que solía aparecer y como solía hacerlo, Cristiano, dispuesto a poner el mute ahora que suena más alto que nunca la justa cantinela de que no está ni en los partidos importantes ni en los de fuera de casa. El portugués está rescatando sus goles más prototípicos para el tramo final de temporada, justo cuando parecían ya cosa del blanco y negro.
Tras el 0-1, el partido cogió carrerilla, como si algo más tuviera que pasar, como si no quedara la vuelta. En el 71', Salah, jaqueca a tiempo completo para la defensa blanca, dejó por ancianos a Ramos y a Marcelo y le sirvió el empate a un Dzeko que había salido del banquillo y que, cuando ya soñaba con el gol, fue despertado por Varane. Un minuto más tarde, fue Vainqueur el que rozó el empate, hasta el punto de que parte de la afición lo cantó. Cristiano tuvo a bien recordar que su equipo seguía en el partido, entre otras cosas porque él lo había querido con su gol, pero también por la entrada de un Kovacic más meritorio que Isco. El croata igualó el gran nivel de Modric, Kroos y James. Precisamente el colombiano fue quien puso un gran balón en el segundo palo para el que Cristiano, todo músculo, retorció su cuerpo como si de plastilina estuviera hecho, paseándose la pelota a centímetros del poste.
El Madrid controló brevemente el partido, justo hasta que a la Roma le dio por luchar contra la marea, aunque finalmente se ahogase en la orilla: Dzeko mandó al lateral de la red un mano a mano casi en el área pequeña y Carvajal hizo penalti a un Florenzi atinado desde su salida al campo. Pero fue otro recurso secundario, el de Zidane con Jesé, el que mató el partido y, de paso y salvo sorpresa, la eliminatoria. El canterano volvió, como dice el estribillo de una de sus canciones reguetoneras, a hacer cositas locas.
Era difícil el estreno de Zidane como entrenador en Champions, pero con oficio y pegada, dos elementos indispensables para viajar por Europa, su Madrid dejó en un trámite para coger confianza la vuelta del Bernabéu.