Selección Argentina
Messi, antaño un pecho frío y ahora buscando bronca, lideró a la Albiceleste dentro y fuera del campo en un partido para la historia mundialista. El espíritu de Maradona por fin le poseyó.
Argentina acababa de eliminar a Países Bajos en los penaltis y Leo Messi, tras abrazarse al 'Dibu' Martínez en un momento de euforia transitoria, seguía buscando bronca. Como poseído por el espíritu de Maradona, el '10' de la Albiceleste, que antes apenas hablaba y fue acusado de pecho frío en su propio país durante quinquenios, andaba desatado: "Van Gaal vende humo de que juega bien al fútbol y metía puros pelotazos a los más altos", rabiaba ante los medios. Incluso había plantado cara al técnico neerlandés sobre el césped, sacando a relucir viejas cuitas. Lionel también dejó en zona mixta una frase para imprimir camisetas: "Qué mirás, bobo, andá para allá". Se refería así a Wout Weghorst, autor del doblete rival.
Sin la bronca entre sudamericanos y europeos sería más complicado admirar el catenaccio marroquí ante Portugal, la firmeza francesa contra Inglaterra o la épica croata para tumbar a la ultrafavorita Brasil en cuartos de final. Partidos memorables todos, pero si uno pasará a la historia será la batalla del estadio de Lusail. Durante el partido también vimos al Messi más maradoniano, capaz de ver cosas donde el resto de mortales ni las intuyen: su pase imposible a Nahuel Molina en el primer gol, milimétrico entre un mar de piernas neerlandesas, resume la Copa del Mundo de un futbolista que, en el ocaso de su carrera, exprime todo su ingenio en pos de un sueño. Ya lo hizo antes contra México y contra Australia; Argentina, a día de hoy, es él y 25 chinos. Asistimos al último tango de Lionel Andrés Messi Cuccittini.
Se dijo que la debacle ante Arabia Saudí podría suponer una hostia a tiempo para Argentina, que llegaba tras 36 partidos invicta, como vigente campeona de la Copa América y favoritísima al título. Parecía más un deseo que otra cosa, pero con los encuentros se vio que la Albiceleste, lejos de deshacerse, se hizo fuerte ante la adversidad. Sufrió para tumbar el muro de México, así como en el tramo final contra Australia en octavos. Ante Países Bajos supo resistir, tras ver cómo le remontaban un 2-0,para acabar teniendo las mejores ocasiones en la pórroga y llevarse la tanda de penaltis. Los de Scaloni van de menos a más, pero su peor enemigo siempre será eso que mejor les define: su estado de ansiedad perpetua.
Argentina ganó feo, porque a veces resulta difícil ganar. Incluso más que perder. Quien desde su casa, sentado en una silla ergonómica a miles de kilómetros, pide calma a jugadores que representan a su país, a 180 pulsaciones por minuto y en una agónica tanda de penaltis, no ha jugado en su vida a fútbol. Esto es no es un juego de cartas. Países Bajos quiso ser más papista que el Papa y claro, Bergoglio es argentino. Nadie les gana a cancheros. Por supuesto que resulta más edificante el gesto de Modric consolando a Rodrygo, pero la imagen de los argentinos haciendo mofa en la cara de los neerlandeses tras el tiro decisivo de Lautaro forma ya parte de los anales mundialistas.
Todo ello, del abrazo del hijo de Perisic a Neymar al pelotazo de Paredes al banquillo rival, son manifestaciones del fútbol, que es tan implacable como la vida misma: no entiende de sensibilidades, méritos ni justicia poética. Un deporte que trasciende, como la gastronomía o la música, los límites terrenales del juego para enraizarse en la cultura popular de los países. También es un juego lleno de contradicciones. Francia es el equipo más equilibrado de los que quedan, pero la narrativa perfecta de la Copa del Mundo, con perdón de las damas, pasa por Leo Messi alzando al cielo de Doha el dorado trofeo, una locura que le pondría a la altura de Gardel, Evita Perón y Maradona.