MADRID | FERIA DE SAN ISIDRO
Su cara de satisfacción y triunfo contrasta con el dolor de Joselillo. El sexto, el más serio y fuerte de una muy desigual corrida de Dolores, había avisado desde el principio. Peleó con genio de manso en el caballo, derribando dos veces y saliendo suelto tres.
El toro, que cortó desde salida en los capotes, no hizo sino acrecentar ese defecto a medida que avanzó la lidia. Joselillo, que no había podido lucir con el primero, se puso en los medios para citarlo y enseñarlo. El de Dolores no hizo sino buscar, rebañar, meterse y cazar. Y cazó a Joselillo de forma muy fea.
El toro se metió por dentro, lo cazó por la taleguilla y en el aire le lanzó un derrote criminal a la cabeza. Un bate de béisbol hace menos daño en un golpe así. Después, el Argelón de Dolores tuvo todavía saña como para buscarlo en el suelo y pegarle la cornada certera en la parte trasera del muslo.
Esa imagen, tan dramática y tan sobrecogedora, fue la opuesta a la feliz de Rafaelillo. El murciano, que salió a por todas desde el principio. En sus manos cayeron los dos toros que, con matices, más se dejaron de la corrida de Dolores.
El primero, serio, fue un toro muy agresivo y sin clase alguna, que embistió a saltos pero tuvo la cosa de moverse, y por eso llegar arriba.
Lo aprovechó muy bien Rafaelillo, que gobernó en la lidia y después en la muleta, dominada por un viento criminal que no permitía mando alguno. Pero el murciano se puso de verdad, echó la moneda y la pata adelante, lo entendió perfecto y a base de bajar la mano, tocar y mandar, lo metió en el canasto.
Los tres o cuatro de inicio por bajo fueron clave en una faena que fue creciendo y en la que hubo licencia hasta para los cambios de mano y ciertas dosis de gusto.
Una estocada perpendicular aunque arriba debió poner en sus manos la oreja que el público pidió. Pero a Muñoz Infante los pañuelos blancos se le resisten los domingos con tíos que dan la cara. No tuvo más que concederla en el cuarto, un toro manso como todos pero muy manejable, que dejó estar y tomó la muleta.
Rafaelillo lo entendió muy bien. A su aire, sin atacarlo en exceso por abajo para que no se rajase, el murciano lo cuajó en varias series en redondo muy templadas, toreándolo con verticalidad, gusto y aprovechando la inercia del viaje del toro. Y entonces, con el animal más asentado y el torero más a gusto, llegaron las licencias de cambios de mano y muletazos por bajo.
La faena creció con una serie al natural y, sobre todo, dos en redondo. La plaza se volcó con el torero, que tenía en sus manos las dos orejas, pero que él solito se encargó de mandarlas al garete con un pinchazo. Pese a todo, la oreja debió saberle a gloria, y no hay pero que valga.
Fernando Cruz apenas tuvo opciones con su lote. El segundo de Dolores, que no fue capaz de lidiar una corrida completa y que soltó algunos ejemplares que si los lidian Juan Pedro o Garcigrande queman la plaza, fue un morucho.
El quinto, un remiendo de Fernando Peña, tan noble como soso. Con los dos se atascó el de Chamberí. El primero de Joselillo se movió y llegó mucho arriba, aunque sin clase alguna y con violencia en sus embestidas. El de Valladolid lo lució mucho más en una faena que comenzó bien por bajo pero terminó diluida.